

EL HORROR OCULTO
H.P. LOVECRAFT
2. Un muerto en la tormenta
Después de aquella espantosa experiencia en la mansión inmersa en la espesura tuve que guardar cama, agotado de los nervios, en el hotel de Lefferts Corners. No recuerdo exactamente cómo me las arreglé para llegar al automóvil, ponerlo en marcha, y regresar secretamente al pueblo; no conservo conciencia clara de nada, salvo de unos árboles de gigantescos brazos, el fragor demoníaco de los truenos, y sombras caronianas entre los bajos montículos que punteaban y rayaban la región. Mientras temblaba y meditaba sobre lo que proyectaba aquella sombra enloquecedora, comprendí que al fin había vislumbrado uno de los supremos horrores de la tierra, uno de esos males innominados de los vacíos exteriores cuyos débiles y demoníacos zarpazos oímos a veces en el borde más remoto del espacio, contra los que la piadosa limitación de nuestra vista finita nos tiene misericordiosamente inmunizados. No me atrevía a analizar o identificar la sombra que había percibido. Un ser había permanecido tendido entre la ventana y yo, aquella noche, y me estremecía cada vez que, irreprimiblemente, mi conciencia trataba de clasificarlo. Ojalá hubiese gruñido, ladrado o reído entre dientes... al menos eso habría aliviado mi abismal terror. Pero permaneció en silencio.
Había dejado descansar un brazo —un miembro en todo caso- pesadamente sobre mi pecho... Por supuesto, era orgánico, o lo había sido... Jan Martense, cuya habitación había invadido yo, estaba enterrado cerca de la mansión... Debía encontrar a Bennett y a Tobey, si aún vivían... ¿Por qué se los había llevado, y me había dejado a mí?... La somnolencia es invencible, y los sueños son espantosos...
Al poco tiempo, comprendí que debía contar mi historia a alguien; de lo contrario, me desmoronaría completamente. Ya había decidido no abandonar la búsqueda del horror oculto; porque en mi atolondrada ignorancia, me parecía que esa incertidumbre era peor que el pleno conocimiento, por terrible que este pudiera ser. De modo que decidí en mi fuero interno qué camino seguir, a quién escoger para hacerle partícipe de mis confidencias, y cómo descubrir al ser que había aniquilado a dos hombres, y había proyectado una sombra pesadillesca. A quienes conocía principalmente en Lefferts Corners era a los periodistas, algunos de los cuales aún seguían recogiendo los últimos ecos de la tragedia. Decidí escoger como compañero a uno de ellos; y cuanto más lo pensaba, más inclinado me sentía por un tal Arthur Munroe, un hombre moreno y delgado de unos treinta y cinco años, cuya formación, gustos, inteligencia y temperamento parecían distinguirle como persona que no se sujetaba a las ideas y experimentos convencionales.
Una tarde de primeros de septiembre, Arthur Munroe escuchó mi historia. Desde el principio se mostró interesado y comprensivo; y cuando terminé, analizó y abordó la cuestión con gran agudeza y juicio. Su consejo, además, fue eminentemente práctico, ya que sugirió que aplazásemos nuestra visita a la mansión Martense hasta haber obtenido más datos históricos y geográficos. A sugerencia suya, salimos en busca de datos sobre la terrible familia Martense, y descubrimos a un hombre que poseía un diario maravillosamente ilustrado y ancestral. Hablamos también largamente con aquellos mestizos de la montaña que no habían huido, en el terror y la confusión, a laderas más remotas, y acordamos efectuar, antes de nuestra empresa final, un registro completo y definitivo de los lugares relaciona dos con las distintas tragedias de las leyendas de los colonos.
Los resultados de esta exploración no fueron al principio muy alentadores, aunque una vez clasificados, parecieron revelar un dato bastante significativo; a saber: que el número de horrores registrados era bastante más elevado en zonas relativamente próximas a la casa, o conectaban con ella mediante franjas de espesura morbosamente superdesarrollada. Es cierto que había excepciones; en efecto, el horror que había llegado a oídos del mundo había tenido lugar en un espacio pelado, igualmente distante de la mansión y de cualquier bosque vecino a ella. En cuanto a la naturaleza y aspecto del horror oculto, nada pudimos sacarles a los asustados y estúpidos moradores de las chozas. Lo mismo decían que era una serpiente como que se trataba de un gigante, un demonio de los truenos, un murciélago, un buitre, o un árbol que caminaba. Nos pareció fundado suponer, sin embargo, que se trataba de un organismo vivo enormemente sensible a las tormentas eléctricas; y aunque algunas de las historias hablaban de alas, concluimos que su aversión a los espacios abiertos hacía más probable que estuviese dotado de locomoción terrestre. Lo único verdaderamente incompatible con esta hipótesis era la rapidez a la que tal criatura debía desplazarse para cometer todas las fechorías que se le atribuían.
Al tratar más a los colonos, descubrimos que eran extraordinariamente amables en muchos aspectos. Eran simples animales que descendían poco a poco en la escala de la evolución debido a su desafortunada ascendencia y a su aislamiento embrutecedor. Tenían miedo de los forasteros, pero poco a poco se fueron acostumbrando a nosotros; al final nos ayudaron muchísimo cuando talamos todos los grupos de árboles y derribamos todos los tabiques de la mansión, en nuestra búsqueda del horror oculto. Cuando les pedimos que nos ayudasen a buscar a Bennett y a Tobey, se mostraron sinceramente afligidos; porque si bien querían ayudarnos, estaban convencidos de que ambas víctimas habían desaparecido de este mundo tan completamente como las gentes que ellos habían perdido. Por supuesto, sabíamos perfectamente que había muerto o desaparecido gran número de éstas gentes, así como que los animales salvajes habían sido exterminados hacía mucho tiempo; y temíamos que ocurrieran nuevas tragedias. A mediados de octubre nos encontrábamos perplejos debido a nuestra falta de progresos. Como las noches eran tranquilas, no se producían agresiones demoníacas de ningún género; y la total carencia de resultados en el registro de la casa y del campo casi nos inclinaba a atribuir al horror oculto una naturaleza no material. Temíamos que llegara el tiempo frío y nos interrumpiera nuestras investigaciones, ya que todos coincidían en que, en general, el demonio permanecía tranquilo durante el invierno: El caso es que nos dominaba una especie de desesperada premura en la última inspección diurna de la aldea visitada por el horror; aldea ahora deshabitada, a causa del miedo de los colonos.
La desventurada aldea no tenía nombre siquiera, y estaba enclavada en una hondonada protegida, aunque sin árboles, entre dos elevaciones llamadas respectivamente Cone Mountain y Maple Hill. Se encontraba más cerca de Maple Hill que de Cone Mountain, y algunas de las toscas viviendas eran simples cuevas practicadas en la falda de la primera de las elevaciones. Geográficamente, se encontraba a unas dos millas al noroeste de la Montaña de las Tempestades, y a tres de la mansión rodeada de robles. El espacio entre la aldea y la mansión, unas dos millas y cuarto desde el límite de la aldea, era enteramente campo raso y consistía en una llanura casi horizontal, quitando algunos montícu los de escasa elevación y aspecto sinuoso, y cuya vegetación la constituía casi exclusivamente la hierba y unos cuantos matorrales muy dispersos. Tras estudiar la topografía de esta zona, concluimos finalmente que el demonio debió de llegar por Cone Mountain, cuya prolongación hacia el sur, cubierta de bosque, llegaba a poca distancia de la estribación más occidental de la Montaña de las Tempestades. Atribuimos de manera concluyente la elevación del terreno a un corrimiento de tierra desde Maple Hill, en cuya ladera destacaba un árbol corpulento y solitario, desgarrado por el rayo que había hecho surgir al demonio.
Después de repasar minuciosamente por vigésima vez o más cada pulgada del devastado pueblo, experimentamos un desaliento unido a nuevos y vagos temores. Resultaba muy raro, aun cuando lo extraño y lo espantoso eran cosas corrientes, toparnos con un escenario tan completamente carente de huellas, después de tan sobrecogedores sucesos; y andábamos bajo un cielo cada vez más oscuro y plomizo, con ese ardor trágico y sin rumbo que es consecuencia a la vez de un sentimiento de futilidad y de necesidad de hacer algo. Ibamos atentos a los más pequeños detalles; entramos nuevamente en cada una de las casas, inspeccionamos otra vez las cuevas, registramos el pie de las laderas adyacentes, entre las zarzas, en busca de madrigueras y cuevas, pero sin resultado. Sin embargo, como digo, sentíamos en torno nuestro un temor vago y enteramente nuevo, como si unos grifos gigantescos y alados nos observaran desde los abismos transcósmicos. A medida que avanzaba la tarde, se hacía más difícil distinguir los objetos; y oímos el rumor de una tormenta que se estaba formando sobre la Montaña de las Tempestades. Naturalmente este rumor, producido en semejante lugar, nos animó, aunque no tanto como si hubiese sido de noche; y con esta esperanza abandonamos la búsqueda sin rumbo y nos dirigimos a la aldea habitada más próxima, a fin de reunir un grupo de colonos para que nos ayudasen en nuestros registros. Aunque tímidos, algunos de los más jóvenes se sintieron lo suficientemente inspirados por nuestra protectora dirección como para prometernos ayuda.
Pero no habíamos hecho más que dar media vuelta, cuando empezó a caer una lluvia tan intensa y torrencial, que no tuvimos más remedio que buscar refugio. La extraña y casi nocturna oscuridad del cielo nos hacía tropezar continuamente; pero guiados por los frecuentes relámpagos y nuestro detallado conocimiento de la aldea, llegamos en seguida a la última cabaña del lugar, llena de goteras: una combinación heterogénea de troncos y tablas, cuya puerta y ventanuco asomaban hacia Maple Hill. Atrancamos la puerta, contra la furia del viento y de la lluvia, y pusimos el tosco postigo de la ventana que nuestros frecuentes registros nos habían enseñado dónde encontrar. Resultaba lúgubre estar sentados allí, sobre unos cajones desvencijados, en la más absoluta oscuridad, pero encendimos nuestras pipas y nos alumbramos a veces con las linternas de bolsillo que llevábamos. De cuando en cuando, veíamos los relámpagos a través de las grietas de la pared; la tarde se estaba volviendo tan oscura que cada relámpago re sultaba tremendamente vívido. Esta tormentosa vigilia me recordó de forma estre mecedora mi horrible noche en la Montaña de las Tempestades. Me volvió al pensamiento aquel extraño interrogante que de forma intermitente me repetía desde entonces, y una vez más me pregunté por qué el demonio, al acercarse a los tres hombres que vigilába mos desde la ventana o desde el exterior, se había llevado a los de los lados, dejando al del centro para el final, en que una gigantesca centella lo había hecho huir. ¿Por qué no había cogido a sus víctimas en un orden natural, y habría sido yo el segundo, cualquiera que fuese la dirección por la que hubiera empezado? ¿Con qué clase de tentáculos los apresó? ¿O sabía que era yo el jefe y decidió reservarme un destino peor que a mis compañeros?
En medio de estas reflexiones, como para intensificarlas dramáticamente, cayó un tremendo rayo cerca de nosotros, al que siguió un ruido de corrimiento de tierra. Al mismo tiempo, se levantó un viento furioso cuyo aullido fue aumentando de forma demoníaca. Tuvimos la seguridad de que había caído fulminado otro árbol de Maple Hill, y Munroe se levantó del cajón donde estaba sentado y se acercó al ventanuco para comprobar el destrozo. Al quitar el postigo, el viento y la lluvia penetraron aullando de forma ensordecedora, y no pude oír lo que decía; pero esperé, mientras él se asomaba tratando de abarcar el pandemonium. Gradualmente, la calma, el viento y la dispersión de la inusitada oscuridad nos hizo comprender que se alejaba la tormenta. Yo había esperado que durase hasta la noche, cosa que nos ayudaría en nuestra búsqueda; pero un furtivo rayo de sol que penetró por un agujero de la madera, detrás de mí, disipó mis esperanzas. Le dije a Munroe que era mejor dejar que entrase un poco de luz, aunque cayesen más chaparrones, así que desatranqué la puerta y la abrí. El terreno, afuera, era una extraña extensión de barrizales, charcos y pequeños montículos producidos por el reciente corrimiento de tierra; pero no vi nada que justificase el interés que mantenía a mi compañero asomado a la ventana sin decir nada. Me acerqué a él y le toqué en el hombro; pero no se movió. Luego, al sacudirle en broma y volverle hacia mí, sentí los zarcillos estranguladores de un horror canceroso cuyas raíces alcanzaban pasados infinitos y abismos insondables de la noche que late más allá del tiempo.
Arthur Munroe estaba muerto. Y en lo que quedaba de su masticada y perforada cabeza no había ya cara.