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4. El horror en los ojos

 

Nada puede haber normal en la mente del que, sabiendo lo que yo sabía sobre los horrores de la Montaña de las Tempestades, va a solas en busca del terror que se ocultaba en dicho lugar. Era muy débil garantía de seguridad fisica y mental, en este Aqueronte de demonismo multiforme, el hecho de que al menos dos de estas encarnaciones del terror hubiesen perecido; sin embargo, proseguí mi búsqueda con celo cada vez mayor, a medida que los sucesos y las revelaciones se hacían más monstruosas. Cuando, dos días después de mi espantosa exploración de la cripta de los ojos y la garra, me enteré de que un ser maligno había sobrevolado la aldea, a veinte millas de distancia, en el mismo instante en que los ojos se fijaban en mí, experimenté una auténtica con vulsión de terror. Pero este terror estaba tan mezclado con una sensación grotesca y fascinada, que casi me resultó placentero. A veces, en las angustias de esas pesadillas en las que fuerzas invisibles se le llevan a uno, por encima de los tejados de extrañas ciudades muertas, hacia el abismo burlesco de Nis, es un alivio, incluso un placer, gritar salvajemente y arrojarse voluntariamente, en medio del espantoso vórtice de onírica condenación, al primer abismo sin fondo que encuentra. Y eso es lo que ocurrió, con la pesadilla ambulante de la Montaña de las Tempestades; el descubrimiento de que los monstruos habían estado ocultos en dicho lugar me produjo finalmente unas ansias locas de zambullirme en la tierra de esa región maldita, cavar con las manos desnudas y sacar a la muerte que acechaba en cada pulgada del suelo ponzoñoso.

En cuanto pude, fui a la tumba de Jan Martense y cavé en vano donde había cavado antes. Un desprendimiento de tierra había borrado sin duda toda huella del pasadizo subterráneo, y la lluvia había cegado de tal modo la excavación que no me fue posible averiguar hasta dónde había ahondado el día anterior. Emprendí también una penosa caminata a la aldea donde había ardido la devastadora criatura, aunque encontré poca compensación a mi esfuerzo. En las cenizas de la desdichada choza descubrí varios huesos; pero evidentemente, ninguno pertenecía al monstruo. Los colonos dijeron que sólo había habido una víctima; pero esto me pareció una imprecisión, ya que además de un cráneo humano completo, encontré un fragmento óseo que parecía ser de otro cráneo en algún tiempo humano. Y aunque habían visto la rápida caída del monstruo, nadie fue capaz de describirme el aspecto de dicha criatura; quienes presenciaron el suceso decían simplemente que era un demonio. Examiné el gran árbol donde se había posado, pero no vi huellas de ninguna clase. Traté de buscar algún rastro en la espesura del bosque, pero en esta ocasión no pude soportar la visión de aquellos troncos morbosamente grandes, ni de aquellas raíces que, como serpientes gigantescas, se retorcían perversamente antes de hundirse en la tierra.

Mi siguiente paso fue estudiar de nuevo con cuidado microscópico la aldea deshabitada que con más frecuencia había visitado la muerte, y donde Arthur Munroe había visto algo que no pudo contar. Aunque mis estériles inspecciones anteriores habían sido extraordinariamente meticulosas, ahora teñía nuevos datos que comprobar; pues la macabra excavación de la fosa me había convencido de que al menos en una de sus fases, la monstruosidad había sido una criatura del subsuelo. Esta vez, el 14 de noviembre, concentré mi búsqueda especialmente en las laderas de Cone Mountain y Maple Hill, que dominaban la desventurada aldea, prestando especial atención a la tierra desprendida del corrimiento que presentaba esta última elevación. Durante el registro de la tarde no saqué nada en claro; y empezaba a oscurecer cuando me encontraba en lo alto de Maple Hill contemplando la aldea, y la Montaña de las Tempestades, al otro lado del valle. Había habido una espléndida puesta de sol, y ahora salía la luna, casi llena, derramando su resplandor plateado sobre el llano, la ladera distante de la montaña, y los extraños montículos que se levantaban aquí y allá. Era un paisaje pacífico y arcaico; pero consciente de lo que se ocultaba en él, lo odié. Odié la luna burlona, el llano hipócrita, la montaña supurante, y aquellos montículos siniestros. Todo me parecía corrompido por un contagio abominable, e inspirado por una alianza nociva con poderes ocultos y anormales.

Luego, mientras contemplaba abstraído el panorama bañado por la luna, me llamaron la atención la singular disposición de determinados elementos topográficos de naturaleza. Aunque carecía de conocimientos sólidos de geología, me había sentido interesado desde el principio por las lomas y los extraños montículos de la región. Había observado que estaban diseminados por una zona bastante extensa alrededor de la Montaña de las Tempestades, aunque eran menos abundantes en la llanura que en la cumbre de dicha elevación, donde las prehistóricas glaciaciones encontraron sin duda menos resistencias a sus sorprendentes y fantásticos caprichos. Ahora, a la luz de aquella luna baja que proyectaba alargadas sombras espectrales, me di cuenta con gran sorpresa que los diversos puntos y líneas del conjunto de montículos guardaban una extraña relación con la cima de la Montaña de las Tempestades. Dicha cima era indudablemente el centro del que partían de manera indefinida e irregular las líneas o filas de puntos, como si la impía mansión Martense hubiese extendido unos tentáculos visibles de terror. La idea de semejantes tentáculos me produjo un inexplicable estremecimiento, y dejé de analizar mis motivos para creer que estos montículos fueran fenómenos glaciares. Cuanto más lo pensaba, menos creía que fuesen tal cosa; y ante mi mente recientemente iluminada comenzaron a surgir grotescas y horribles analogías basadas en aspectos superficiales y en mi experiencia bajo tierra. Antes de que me diese cuenta, había empezado a balbucear palabras frenéticas e incoherentes, hablando conmigo mismo: «¡Dios mio!... Son toperas... ese condenado lugar debe de ser una colmena... cuantos... aquella noche en la mansión... cogieron a Bennett y a Tobey primero.., desde cada lado de donde estábamos. . . ». Luego empecé a cavar frenéticamente en el montículo que tenía más cerca; cavé con desesperación, temblando, pero casi alborozado; cavé, y por último proferí un grito con insensata emoción, al descubrir un túnel o madriguera exactamente igual al que había explorado aquella noche demoníaca.

 

 

 

 

 

 


Después, recuerdo que eché a correr con la pala en la mano; fue una carrera horrible por el campo lleno de montículos iluminados por la luna y los escarpados precipicios cubiertos de bosque de las laderas; saltaba, gritaba y jadeaba, corriendo hacia la terrible mansión Martense. Recuerdo que cavé insensatamente por todo el sótano invadido de zarzas; cavé tratando de descubrir el núcleo y el centro del maligno universo de montículos. Y recuerdo también cómo me reí al dar con el pasadizo: el agujero que había en la base de la vieja chimenea, donde crecía la espesa maleza y arrojaba extrañas sombras a la luz de la única vela que casualmente llevaba encima. No sabía aún qué se ocultaba en aque lla colmena infernal, en espera de que un trueno lo despertara.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Habían muerto ya dos entidades; tal vez no quedaban más. Pero aún sentía en mí la ardiente determinación de llegar hasta el más recóndito secreto del terror, que de nuevo me parecía definido, material y orgánico. Mi indecisión entre inspeccionar el pasadizo inmediatamente, solo, con mi linterna de bolsillo, o tratar de reunir un grupo de colonos para efectuar el registro, fue interrumpida un momento después por una súbita ráfaga de viento que me apagó la vela y me dejó completamente a oscuras. La luna había dejado de filtrar su resplandor a través de las grietas y aberturas que tema encima de mí, y con una sensación de alarma presagiosa oí que se aproximaba el rumor siniestro y significativo de una tormenta. Una confusa asociación de ideas se apoderó de mi cerebro, impulsándome a retroceder a tientas hacia el rincón más alejado del sótano. Mis ojos, sin embargo, no se apartaron un solo instante de la horrible abertura abierta en la base de la chimenea; y empecé a distinguir vagamente los ladrillos y la maleza, a medida que los lejanos relámpagos lograban traspasar la espesura exterior y filtrarse por las grietas de lo alto de las paredes. Cada segundo sentía que me consumía una mezcla de miedo y de curiosidad. ¿Qué haría surgir la tormenta... o quizá no quedaba nada ya que pudiese surgir? Guiado por el resplandor de un relámpago, me aposté tras un espeso matorral desde el que podía ver la abertura sin delatar mi presencia.

Si el cielo es misericordioso, algún día borrará de mi conciencia la escena que presencié y me dejará vivir mis últimos años en paz. Ahora ya no puedo dormir por la noche, y tengo que tomar narcóticos cuando truena. Aquello salió de pronto, inesperadamente; surgió un demonio, escabulléndose como una rata de los abismos profundos e inimaginables, un jadeo infernal y un gruñido ahogado; luego, del agujero de la chimenea irrumpió una vida multitudinaria y leprosa, un flujo nauseabundo, engendro nocturno de orgánica corrupción, más devastadoramente horrenda que los más negros conjuros de la locura y la morbosidad mortal. Bullía, hervía, se elevaba, borboteaba como una baba de serpientes, se contorsionaba al emerger del boquete, extendiéndose como un contagio séptico, manando del sótano hacia todas las salidas... desbordándose por el bosque maldito y tenebroso para derramar en él el pavor, la locura y la muerte. Sólo Dios sabe cuántos eran... miles quizá. Resultaba espantoso verlos brotar en esas cantidades a la luz intermitente de los relámpagos. Cuando empezaron a disminuir lo suficiente como para poderlos distinguir como organismos separados, vi que eran como demonios o simios deformes, enanos y peludos; caricaturas monstruosas y diabólicas de la tribu de los monos. Eran espantosamente mudos; apenas se oyó un chillido cuando uno de los rezagados se volvió con la habilidad de una larga práctica, sació su hambre en un compañero más débil. Los demás se abalanzaron sobre los restos y los devoraron con babeante fruición. Acto seguido, a pesar de mi aturdimiento, efecto de mi repugnancia y mi pavor, triunfó mi morbosa curiosidad; y cuando la última de las monstruosidades surgió viscosamente de aquel mundo inferior de desconocida pesadilla, saqué mi pistola automática y disparé, camuflando el estampido con los truenos.

Estridentes, escurridizas sombras torrenciales de viscosa locura persiguiéndose por los interminables y sangrientos corredores de cielo púrpura y fulgurante... fantasmas informes y mutaciones calidoscópicas de un escenario macabro y recordado; bosques de robles monstruosos e hinchados cuyas raíces se retuercen como culebras y succionan el jugo abominable de una tierra hirviente de demonios caníbales; tentáculos que emergen a tientas de subterráneos núcleos, dotados de poliposa perversión... insanos relámpagos por encima de muros infernales cubiertos por una hiedra maligna y arcadas demoníacas ahogadas por una, vegetación fungosa... Bendito sea el cielo por haberme concedido el instinto que me guió inconsciente a lugares donde habitan los hombres: el pueblo pacífico que dormía bajo las plácidas estrellas de claros cielos. Al cabo de una semana me había recobrado lo bastante como para pedir de Albany una partida de hombres para que dinamitaran la mansión Martense y la Cima entera de la Montaña de las Tempestades, cegaran todas las madrigueras y talaran determinados árboles hinchados cuya mera existencia representaba un insulto a la cordura. Después de todo este trabajo, conseguí dormir un poco, aunque jamás me llegará el verdadero descanso mientras recuerde el abominable secreto del horror oculto., Me seguirá obsesionando; porque, ¿quién sabe si ha sido completa la exterminación, y si no existirán fenómenos análogos en el resto del mundo? ¿Quién, sabiendo lo que yo sé, puede pensar en las cavernas desconocidas de la tierra sin sufrir espantosas pesadillas ante las futuras posibilidades? No puedo asomarme a un pozo ni a una entrada de metro sin estremecerme... ¿por qué no me da el doctor algo que me haga dormir, o me calme de veras el cerebro cuando truena?

Lo que vi al resplandor de los relámpagos, tras dispararle al ser indescriptible, fue tan simple que casi transcurrió un minuto, antes de darme cuenta y caer en un estado de delirio. Era un ser nauseabundo, un gorila blancuzco e inmundo, de colmillos afilados y amarillentos y pelo enmarañado; el último producto de la degeneración mamífera; el resultado espantoso del aislamiento, la multiplicación y la alimentación caníbal en la superficie y en el subsuelo; la encarnación de todo lo que gruñe, de todo lo caótico que acecha temeroso detrás de la vida. Me había mirado al morir, y vi en sus ojos la misma extraña calidad de aquellos otros ojos que me habían mirado en el subsuelo, removiendo en mi interior brumosos recuerdos. Uno de los ojos era azul, y el otro castaño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Eran los ojos disimilares que la vieja leyenda atribuía a los Martense. Y en un asfixiante cataclismo de inexpresable horror, comprendí qué había sido de la desaparecida familia; la terrible casa de los Martense, enloquecida por las tormentas.

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